Las Posadas del Amor

La noche ten a una diafanidad de maravilla. V ctor detuvo perezosamente su marcha de pereza ante la fronda del hotel. Hab a un coche a la puerta y dorm a el cochero. Las dos. El problema eterno de su horrible libertad le abrumaba. Si quer a, pod a entrar. Si quer a, pod a seguir paseando de un modo filos fico las calles. Por lo pronto, quieto, aspirando el olor de las acacias en la fiesta de este Mayo seren simo, deplor que la avenida se pareciese a tantas de Par s, de Roma, de Berl n.Las mismas filas de focos y faroles; las mismas cu druples hileras de rboles; los mismos rieles y cables de tranv as... l, en Berl n, en Par s, en Roma, a estas mismas horas, encontrar ase tambi n probablemente delante de un hotel con su misma horrible libertad de entrar o de seguir filosofando por las calles. D nde estaba, de la tierra toda, el pueblo nuevo de la grande vida? Abri la cancela. El min sculo jard n le sumi en la perfumada sombra de sus cersis. Las ramas sub an hasta los balcones, hasta los tejados y terrazas. Un peque o hotel, tan bizarramente bello como un bello pante n.Entre las dos alas de escaleras vert anse las conchas de la fuente. Los muros tapiz banse de musgos. Las dos grandes casas inmediatas abrum banle, empotr banle burguesamente en antro de rinc n de selva. En los lienzos de pared hab a hornacinas donde pudieran ponerse santas o afroditas. Pens que igual servir a este sitio para invocar a do a In s, si hubiese estatuas, o para que a l le clavasen un pu al si fueran menos tontos los ladrones. Y pens tambi n que la meseta, a la altura de las copas de los cersis, ser a excelente para decirle un serm n de loco a unos fantasmas.